jueves, 6 de febrero de 2014

Bienvenido. Estás en casa.

Debí haber llamado. O al menos haber avisado. O quizás con que me hubiera pasado a tomar la última y hubiera invitado a la ronda de rigor habría sido más que suficiente. Pero sólo deje de aparecer por la taberna.
 Subí las escaleras del metro con esa ansiedad que yo pensaba tener sólo reservada para las primeras citas y los acontecimientos trascendentales de la vida, esa sensación que hace largas las calles hacia tu destino y te atenaza el estómago haciéndote encoger el culo. Era aun temprano, pero las calles del Madrid profundo de invierno ya hacía semanas que se habían acostumbrado a ocultar toda sombra que no procediera de una farola a medio gas.
Mismo cartel con patrocinio de cerveza. Mismo toldo con número de teléfono. Mismas sillas apiladas y encadenadas en la puerta.
No entendía porqué ese sentimiento de culpabilidad, ni porqué retomar esta entrada tres veces con remordimientos... pero allí estaba. A 10 metros de la puerta viendo a Maxi limpiar vasos de caña a través de unos cristales amarillos de experiencias. 
Ya estás aquí, me dije. No te queda otra, me obligué. Tienes cosas que contar, me autoconvencí. Empujé la puerta congelada, me soplé y froté las manos, crucé en dos zancadas las baldosas y me dejé caer en un taburete.
Y allí estaba. Mi tercio. abierto. Y Maxi. No me dirigió la palabra, solo levantó ligeramente la cabeza, con una medio sonrisa. Bienvenido. Estás en casa.